Dios y la moralidad

Se suele atribuir a Grocio la idea de que la política –y por ende la ética también- debe ser construida como si Dios no existiese; es decir, que incluso en un universo en el que no sea aceptada la existencia de Dios, la filosofía práctica debería poder mantener su coherencia, que el “no matar” debería seguir siendo un imperativo, exista o no exista Dios. No pocos pensadores intentaron andar por este sendero, mostrando no solamente la posibilidad de una ética sin Dios, sino incluso yendo más allá y sosteniendo la necesidad de que Dios no exista para que haya ética. Contra ellos se levantó la voz de Nietzsche, quien en el famoso aforismo del necio, en la gaya ciencia, increpó a los ateos el pretender una ética con valores absolutos en un mundo donde Dios había muerto. Esta postura contrasta con la que se encuentra en los pensadores clásicos, y particularmente en Platón. En efecto, las referencias a los dioses, a Dios y a lo divino son constantes en el pensamiento platónico; y estas referencias no son tangenciales, ni responden a lo que podría considerarse prejuicios culturas griegos de los que se pueda prescindir, sino que dichas referencias son piezas claves de los distintos argumentos platónicos. Y como intentaremos mostrar, lo divino aparece como garantía de la racionalidad de la acción en el mundo.

I

Quizá el primer texto al que hay que remitirse para intentar entender cómo se relaciona el tema de lo divino con la acción humana en Platón, sea la apología. Y más que la exposición de un razonamiento, lo que encontramos en este primer diálogo es un testimonio: el testimonio de la vida de Sócrates. En efecto, en la apología se muestra la vida de Sócrates como una vida que se desarrolla en cumplimiento de algo mandado por los dioses: “…al  ordenarme  el  dios, según  he  creído  y  aceptado, que  debo  vivir  filosofando y examinándome  a mí mismo y a  los  demás” (28 e), y que considera el cumplimiento de la ley como lo que es grato a dios (19a). Y para el Sócrates de la apología, es este cumplimiento de la ley –que hace al hombre bueno- el que confiere sentido a la vida, en la medida en que el hombre debe mantener la esperanza de que los dioses no se desentienden de las dificultades del hombre bueno (41d).

 Similar punto de vista se encuentra en el Critón. En el hipotético diálogo con las leyes que Sócrates refiere, las leyes se presentan a si misma como una especie de horizonte de comprensión de la vida buena: “nosotras  te  hemos  engendrado, criado,  educado  y  te  hemos  hecho  partícipe,  como  a todos  los demás  ciudadanos,  de  todos los  bienes  de que  éramos capaces” (51 c-d).  La naturaleza social del hombre hace necesario que el hombre viva con hombres honrados, y habite ciudades con buenas leyes, y si el hombre no se procura este tipo de vida, “¿…te  valdrá  la pena vivir?” (53c)

Asimismo, en el Fedón, vuelve a aparecer la idea de la providencia divina, bajo la cual nos encontramos, pues “son los dioses quienes cuidan de nosotros, y que ellos nos tienen a nosotros, los hombres, como una de sus posesiones” (62b), y este cuidado de los dioses es de carácter ético. No piensa Platón que la providencia divina actúa recompensando favores recibidos y simpatías cómplices –como puede verse en los relatos homéricos- sino que se recompensa la virtud. Por eso pone Platón en boca de Sócrates, la afirmación de una esperanza “de arribar junto a una personas buenas, aun cuando esto no quisiera aseverarlo de modo demasiado enfático… Pero que espero llegar ante los dioses que son muy buenos amos, … estoy esperanzado en que algo les espera a los muertos y, al menos, según se viene diciendo desde antiguo, es mucho mejor para los buenos que para los malos.” (63c)

La discusión que sigue, centrada en intentar probar la inmortalidad del alma, puede verse como un intento de dar fundamento –en la medida de lo posible a esta esperanza socrática. Por eso el diálogo se cierra con el mito escatológico. Platón probablemente se dio cuenta de que demostrar que el alma es inmortal es insuficiente para justificar la existencia de una justicia que opera después de la muerte; que lo que la filosofía tiene que mostrar es que el universo todo se desarrolla en un orden no sólo cosmológico sino también moral. Por eso, en este momento del pensamiento platónico, esto se cierra con un acto de fe: “Sin embargo, que eso o bien algo semejante es lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, dado que evidentemente el alma es algo inmortal, esto me parece que es pertinente <afirmarlo>, y que vale la pena correr el riesgo, para quien cree que es así, pues bello es el riesgo.” (114d)

Esta aporía del Fedón, intentará ser solucionada en otros diálogos. Hay en la república algunas observaciones que contribuyen a la dilucidación de nuestro tema. En el libro II, se plantea la necesidad de censurar ciertos discursos que mienten sin decoro, y que “nos representan a los dioses y a los héroes de mala manera y no como son”  (377e). Si la racionalidad de la acción humana se sustenta en la presencia de una divinidad que sancione como justa dicha acción, es necesario aclararse de qué manera hay que concebir a dicha divinidad. A través de dos leyes, Platón determina como ha de concebirse al dios. Dice la primera de esas leyes: “Nos opondremos por todos los medios, es a que se diga que Dios, siendo bueno, sea, para cualquier hombre, causa de sus males. Esto no debe decirlo nadie, ni escucharlo nadie, en la ciudad que ha de gobernarse por buenas leyes; ni nadie tampoco, sea joven o viejo, y hágalo en verso o en prosa, debe urdir tales cuentos, por ser impía su recitación, y porque son dañinos para nosotros y contradictorios.  -Votaré contigo, dijo, esta ley, que es de mi agrado. – […] Esta será, por tanto, proseguí, la primera de las leyes relativas a los dioses, y la primera norma que deberán observar los que hablen de esto, en sus discursos, o los poetas en sus poemas: que Dios no es causa de todas las cosas sino de las buenas tan sólo.”  (380b-c) Con esta ley Platón describe el modo de relación que existe de Dios para con el hombre. Solo cabe esperar de dios lo bueno y no lo malo. Dios sería dispensador de justicia incluso en los castigos, pues las penas que un dios manda son un bien para los malos.

La segunda norma afirma que: “Dios es, en suma, algo perfectamente simple y veraz en hechos y en palabras, que ni se muda por sí, ni engaña a otros por fantasmas o discursos, ni por signos que envíe en la vigilia o en el sueño.  […] Así lo creo yo, dijo, y se me hace patente por lo que dices.  […] Convén así conmigo, continué, en que ésta debe ser la segunda norma relativa a lo que se hable o escriba sobre los dioses: que no son ellos encantadores que se muden  a sí mismos; ni nos indicen en extravíos por palabras o acciones.” (382e – 383a) La divinidad es por tanto el fundamento de todo lo bueno, y por eso un recto pensamiento acerca de los dioses, es esencial para una vida buena (cfr. Las Leyes, 888b). Precisamente, el problema de los ateos, tal como lo señala Platón en las leyes, es que no pueden dar un fundamento racional a la ley: “Estos hombres, mi bendito amigo, afirman ante todo que los dioses existen por el arte, quiero decir, no por naturaleza, sino por determinadas prescripciones legales, y que son distintos en cada sitio, según cada pueblo acordó consigo mismo al darse las leyes; y que de las cosas hermosas las unas lo son por naturaleza y las otras por ley, pero que las justas no lo son por naturaleza en modo alguno, sino que los hombres se pasan la vida discutiéndolas entre sí y cambiándolas continuamente; y aquellas que resultan del cambio en cada ocasión son firmes entonces surgiendo del arte y de las leyes, no de naturaleza alguna. Todo esto, amigos míos, es lo que difunden esos sabios entre los jóvenes: los unos hablan en lengua común, los otros son poetas, y todos afirman que la justicia suprema es aquello que cada cual llega a imponer por la fuerza.” (889e – 890a)

 Si no se acepta la existencia de lo divino, como ese fundamento de un orden racional y bueno que está por encima de los hombres. Las leyes, por muy racional que nos aparezcan, solo serán producto de la fuerza, ya sea de un tirano o de un parlamento; y que tendrán fuerza de ley mientras haya una fuerza detrás de ella justificándola. Es decir, aparecen dos opciones: la opción racional y de sabiduría que establecen que las leyes dependen de los dioses, y que por lo tanto existe un orden racional al que el hombre como ser de razón debe tender; o la opción de una racionalidad-instrumental que establece que los dioses dependen de las leyes, las cuales a su vez son producto de la fuerza de un hombre o de un grupo de hombres. Dicha fuerza, por más que se manifiesta a través de cierta racionalidad, no será otra cosa que un enmascaramiento de las pasiones que arrastrará a los hombres a la vida acomodada del dominio sobre el otro, y no del servicio al prójimo.

Resumiendo lo expuesto hasta aquí, para Platón la existencia de Dios es un elemento necesario para poder dar un fundamento a la vida práctica del hombre. Pero la divinidad platónica no es una caprichosa deidad mitológica, sino que es una deidad racional y moral. Esta divinidad es la que garantiza que la vida humana tenga un sentido moral, y su discurrir no sea el capricho de las pasiones propias, del más fuerte, o del grupo. Recurriendo a una de las alegorías platónicas, la alegoría de la marioneta: “pensemos que cada uno de nosotros, los seres vivos, somos marionetas de los dioses, fabricados ya para juguetes de ellos, ya con algún fin serio, pues esto último, en efecto, no lo conocemos: lo que sabemos es que esas afecciones, a manera de cuerdas o hilos inferiores, tiran de nosotros y nos arrastran, siendo opuestas entre sí a acciones en la línea divisoria de la virtud y la maldad. En efecto, la razón nos dice que debemos seguir constantemente una sola de aquellas tensiones y, sin dejarla en manera alguna, tirar contra las otras cuerdas; y que esa tensión es la conducción del raciocinio; aúrea y sagrada, que se llama ley general de la ciudad; que las otras son duras y férreas y sólo aquélla suave y uniforme como el oro, a diferencia de las demás, multiformes con varias apariencias.” (Las leyes, 644d-645b). o el impulso viene de Dios y conduce a la virtud, y este impulso sólo lo puede reconocer y seguir la razón, o el hombre se condena a vivir en el tirante azar de los impulsos pasionales. ¿Qué es lo que elegirá el hombre sensato? El hombre sensato seguirá el impulso divino. Pues, “El dios, ciertamente, ha de ser nuestra medida de todas las cosas; mucho mejor que el hombre, como por ahí suelen decir.” (716 b)

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