Ante el rostro

Cuenta Finkielkraut, en su libro la humanidad perdida, la experiencia que Emilio Lussu vivió durante la primera guerra mundial. Lussu, en ese entonces un oficial italiano destacado en la meseta de Asiago, salió una noche a localizar la posición enemiga austriaca desde la que venían atacándolos varios días. A gatas alcanzó un lugar desde la que podía vigilar –sin ser visto- la trinchera enemiga. Después de un tiempo la vigilancia da sus frutos, aparece en la trinchera un joven oficial austriaco, un objetivo que no podía dejar pasar. Lussu empuña su fusil y apunta. «Podría haber disparado mil veces a esa distancia sin fallar ni una sola vez. No tenía más que apretar el gatillo: el oficial se habría desplomado».

Sin embargo, un acontecimiento hará que el dedo tenso sobre el gatillo se afloje: el oficial austriaco encendió un cigarrillo. «Ese cigarrillo creó una relación imprevista entre él y yo. En cuanto vi el humo, sentí dentro de mí las ganas de fumar. Este deseo me hizo pensar que yo también tenía cigarrillos. Todo esto duró un instante. Mi acción de apuntar, de mecánica pasó a razonada. Tuve que pensar que estaba apuntando el arma y que estaba apuntando contra alguien. […]. ¡Tenía frente a mí a un hombre, a un hombre! […] Distinguía sus ojos y los rasgos de su rostro. La luz del amanecer empezaba a clarear, el sol despuntaba detrás de las cumbres de la montaña. Disparar así, a unos pasos, a un hombre… ¡como si fuera un jabalí!»

El acontecimiento que frena el dedo de Lussu y que lo hace regresar a su trinchera, es la presencia del rostro del otro. Rostro que aparece desnudo de toda consideración abstracta: en el acontecimiento el otro dejó de ser un soldado, un oficial, un austriaco, un enemigo, para ser reconocido únicamente como persona. A esta actitud por la cual nos situamos en relación directa con el rostro ajeno, dejando de lado toda consideración conceptual, Martin Buber –un filósofo judío- la describió como una relación yo-tú diferente de las relaciones yo-eso que establecemos con las cosas.

«No existe el yo en sí, sino sólo el yo de la palabra básica yo-tú y el yo de la palabra básica yo-eso», dirá Buber en su libro yo y tú (1923). Buber observó que ese «Yo» que se constituye de espaldas a la realidad no es más que un fantasma que mora en nuestro interior; pues la existencia humana es relacional, vivimos en constante relaciones ya sea con cosas como con otras realidades personales. Todo esto depende de la actitud con la que nos dirigimos a la realidad, diciendo yo-tú o yo-eso. A través del decir entramos en relación. Pero este decir, no es un decir verbal, sino que es anterior a ello. «Muchos tú que se dicen en el fondo significan un eso, al que se le dice tú por hábito o por necedad».

«Decir tú» (Du sagen) es la raíz del reconocimiento del otro como persona. Reconocer en el otro sólo su naturaleza de animal racional, o el papel que juega en el gran teatro del mundo –médico, policía, campesino- o su condición de aliado político o enemigo nacional es en el fondo desconocer al otro, es situarse ante sus espaldas, y de espaldas todos los hombres se parecen. Frente a esto el rostro aparece como inconfundible, como único, como desnudo de todo ornamento cultural. «A quien llega ante el rostro, el mundo se le hace totalmente presente en la plenitud de la presencia por vez primera, iluminado por la eternidad, y con una palabra puede decirle tú a la esencia de todos los seres. […] ha descartado por siempre los juicios éticos: el “malvado” es para él justamente aquel que le exige una mayor responsabilidad, en tanto es el más necesitado de amor.»

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