Medios y realidad

Algo de verdad llevaba Chesterton cuando señaló que en un mundo vuelto al revés, la única manera de poder apreciar las cosas de manera correcta sería caminando de manos. Ciertamente esa postura solucionaría la perspectiva desde las que se ven las cosas, pero el que se animase a hacer ese ejercicio quedaría como un bufón. Hay pues, en una sociedad que ha claudicado al sentido común en favor de fabulaciones irracionales, bufones que son testimonio de una extraña lucidez, como en la literatura la locura del Quijote estaba cargada de la lucidez que le daba el mirar la sociedad desde el ethos heroico de un tiempo pasado.

Pienso, por ejemplo, en el episodio del retablo del maese Pedro. Un retablo como tal una representación reducida de la realidad y, en tanto que reducción, una representación falseada de toda realidad. En el retablo lo real se oculta detrás de las marionetas; porque la Melisendra-marioneta no es la Melisendra-real. El retablo -como los medios de comunicación actuales- no nos muestran lo realmente real sino que más bien lo ocultan; pero en la medida en que pretenden hacernos creer (y probablemente ellos mismos lo crean) que lo que muestran es lo real, no sólo nos ocultan la realidad sino que nos ocultan el acto de ocultamiento. La acción del maese Pedro transcurre en un ocultamiento que se oculta; y por ello mismo la gente lo asume como real. Este es el gran poder de la ficción, y también el gran riesgo de las lecturas acrítica de la misma, y de los medios.

La gran lucidez del Quijote en este episodio consiste precisamente en darse cuenta del ocultamiento y por lo tanto del engaño. “¡Eso no! –dijo a esta sazón don Quijote-. En esto de las campanadas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales y un género de dulzainas que parecen Chirimías, y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda es un gran disparate” (II,26). Y la respuesta que obtuvo no puede ser más reveladora de los mundanos intereses del demiurgo de la historia: “…como yo llene mi talego, siquiera represente, más impropiedades que tiene átomos el sol” (II,26). El Quijote es el único espectador que cae en cuenta del desfiguro de la realidad fáctica (histórica) en que incurre el relato, porque al parecer es el único que cuenta con una fuente de conocimiento distinto con qué contrastarlo.

Mucho más importante resulta la reacción del Quijote ante el segundo desfiguramiento de la realidad; porque se trata de un ocultamiento más sutil. Para detectarlo hace falta no solamente conocimientos, sino ante todo una recta disposición moral. Cuando el muchacho señala la posibilidad de que los moros alcancen a los católicos amantes “y los han de volver atados a la cola de su mismo caballo, que sería un horrendo espectáculo” (II,26), el Quijote no mantiene la indolencia que muchos tenemos ante los horrendos espectáculos de los noticieros, ni da una respuesta cínica al estilo de ¡Así es la vida!, sino que es capaz de darse cuenta de que aunque la realidad se presente así, la realidad no debería ser así. El Quijote se da cuenta del engaño no histórico sino moral, que aunque las cosas pudieron haber ocurrido así, no debieron ocurrir así. Lo que se oculta en ese caso es el orden moral que sucumbe ante el peso del ser fáctico, de la realidad gris de los hechos. El acuchillamiento del retablo es la símbolo de la resistencia a que el mal pueda aceptarse por la fuerza de la costumbre; es el símbolo de que debería ser la fuerza de las costumbres morales las que deberían resistir al mal. Es la resistencia activa a que sean los medios –y los intereses pecuniarios detrás de ellos- los que establezcan qué sea lo correcto o incorrecto.