Breve e Imperfectísima Historia del Amor

Amor, palabra grata pero realidad mucho más grata. Como palabra, limitada; como realidad, apertura que desborda todos los límites, que es capaz de elevarse desde los hombres hasta Dios. Palabra limitada, porque la esencia del amor se muestra inefable.
¿Quién podrá hacerle un digno elogio al amor? ¿Quién conocerá la palabra que encierre en sí toda la insondable realidad del amor?

Pero quizá mi pregunta yerra al suponer que exista esa palabra, que entre nuestras muchas convenciones idiomáticas exista un fonema que pueda aprehender la esencia del amor. Hay ciertamente lenguas que captan mejor los matices del amor, y otras que se tornan torpes para expresarlo. El español, por ejemplo, que constituye nuestra propia experiencia idiomática se vuelve torpe para acoger la diversidad de matices que logra captar una lengua como el griego. Amor, en español, alude a eros, ágape y philia. 

La insuficiencia del lenguaje es una experiencia por la que pasan todos los que aman. ¿Acaso no es muestra de insuficiencia que los enamorados solo atinen a decirse que se aman? ¿No mostraba esa misma insuficiencia Teresa de Jesús cuando escribía cosas como estas: «La voluntad debe estar bien ocupada en amor, mas no entiende cómo ama. El entendimiento, si entendiente, no se entiende cómo entiende; al menos no puede comprender nada de lo que entiende. A mi no me parece que entiende, porque, como digo no se entiende; yo no acabo de entender esto…»? ¿No fue, en fin, esa misma insuficiencia verbal la que llevó a los místicos españoles como San Juan de la Cruz a recurrir a la poesía, a las imágenes, para poder hablar de lo inefable? Y los místicos alemanes como el Maestro Eckhart, ¿no fueron impulsados por la misma razón a dotar a la lengua alemana de esa facilidad de construir nuevas palabras precisamente en un intento de asir lo inasible? Parece pues que donde empieza el amor, terminan las palabras, se inicia la música callada.   

No obstante todo lo dicho, debemos reflexionar y pensar sobre el amor, no vaya a ser que seamos engañados y nos entreguemos, creyendo que es amor, a realidades inferiores que lo único que lograrían es estragar nuestro espíritu. En esto debemos tener muy presente lo que sentenció Kierkegaard: «Engañarse respecto al amor es la pérdida más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el tiempo ni en la eternidad». Y creo que en buen comienzo sería explorar el tratamiento que se da a este tema en los orígenes de lo que es nuestra tradición de pensamiento.
 
Sobre el pensamiento griego, y dicho grosso modo, habría que señalar que el amor no es un tema central en expresiones culturales como el teatro. A diferencia de lo que ocurre con el teatro moderno, donde el amor tiene carta de presentación propia sin necesidad de recurrir a otro tema para ser mostrado, en el teatro griego no ocurre así: El drama del amor y desamor de Medea y Jasón solo aparece como elemento menor dentro de la tragedia de las relaciones entre la civilización y la barbarie. El amor entre Antígona e Hemón es secundario, la atención de Sófocles está centrada en mostrar el conflicto ente ley divina y leyes humanas. Hemón se mata al encontrar en la cripta el cuerpo muerto de Antígona; sin embargo, a pesar del símil, esta escena no tiene la fuerza expresiva que si tiene la escena de Romeo entrando a la cripta y encontrando el cuerpo muerto de Julieta. Al parecer un griego no hubiese podido escribir Romeo y Julieta, se habría interesado más en explicar las razones de las rivalidades familiares, el porqué del odio humano y la enemistad entre los hombres.
 
La filosofía, por su parte, si ha puesto gran atención en lo que es el amor. Ya Empédocles refería que este, junto con el odio, era una de las fuerzas cósmicas que explicaban la existencia del universo. El amor reúne lo diferente, el odio disgrega lo semejante. La existencia del cosmos es pues la de una lucha cíclica entre amor y odio, fuerzas impersonales y originarias de todo lo existente. Pero quizá el tratamiento más importante del amor sea el desarrollado por los filósofos socráticos: Platón y Aristóteles. El amor, en tanto que eros y philia fueron temas que preocuparon a ambos pensadores, aunque en inversas proporciones.
 
Para Platón tanto la philia como el eros se entienden como tendencias. Ambos tienen como causa el deseo de aquello que no se posee. Como hace notar en el primer discurso de Sócrates en el Fedro, «la ternura de un amante no es una afección benévola, sino un apetito grosero que quiere saciarse. “Cómo el lobo ama al cordero, / El amante ama al amado”». Sin embargo, como el mismo Sócrates aclara en su segundo discurso, esta visión del amor se da en aquellos hombres «impotentes para elevarse hasta la contemplación del Ser absoluto, (que) desfallecen, y en su caída no les queda más alimento que las conjeturas de la opinión». Pero, «El alma que ha visto, lo mejor posible, las esencias y la verdad, deberá constituir un hombre, que se consagrará a la sabiduría, a la belleza, a las musas, y al amor»; es decir, será una persona que «haya cultivado la filosofía con un corazón sincero o amado a los jóvenes con un amor filosófico».
 
Frente al primer delirio del amor que criticó, Sócrates plantea un delirio positivo «que nos hace traspasar los límites de la naturaleza humana por una inspiración divina». Este delirio se vuelve necesario en el sistema platónico, porque coloca la belleza como el más alto trascendental, por lo cual no cabe acceder a ella ni por la inteligencia solamente, ni por la voluntad pura.
 
Aristóteles centra su atención más en la philia, a la que le dedica dos libros: la ética nicomaquea y la ética eudemea, mientras que al eros solo le dedica referencias salpicadas a lo largo de su obra. Más allá de las razones de esta preferencia por la philia sobre el eros, que ciertamente merecería todo un estudio comparativo con la tendencia opuesta de su maestro, interesa destacar la definición de amor que se encuentra no en las obras éticas sino en la Retórica: «amar es querer lo que se considera bueno para alguien en interés suyo y no en el nuestro, y estar dispuesto a llevarlo a cabo en la medida de nuestras fuerzas». Lo interesante de la definición aristotélica es que revela un intento del estagirita por trascender el carácter apetitivo del eros. Quizá por esto es que en la ética nicomaquea dedicado al estudio de la amistad, Aristóteles se ve en la necesidad de utilizar el término ágape en vez del de philia que usa a lo largo de toda la obra. Aristóteles, gran observador, debió intuir el carácter donal del amor, pero lo intenta expresar desde el tener esencial: amar es querer… ciertamente el bien para otro, pero todavía es el querer de uno.
 
Esto, al parecer, genera una limitante en la comprensión plena del amor que se manifiesta en la pugna que desarrolla Aristóteles al tratar de la amistad en la ética nicomaquea. En efecto, lo primero que el estagirita hace en orden a comprender la amistad es diferenciar lo que sea la amistad de aquellas relaciones que la gente considera amistad pero no lo son en sentido pleno; así, llega a hablar de una amistad útil, otra deleitable y otra honesta. Solamente esta última es la amistad perfecta, porque solamente en ella se quiere el bien del otro por el otro, mientras que en las otras dos se le busca en aras del beneficio o el placer que nos proporciona. “En suma: la amistad, para Aristóteles, consiste en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo, pero entendido éste como una realización individual de la naturaleza humana, y en definitiva de la naturaleza universal. La perfección de ésta sería, pues, la meta de la amistad” Debido a esto, a su intento de comprensión del ser humano desde su ámbito esencial, es que el Estagirita no logra salir vencedor de la pugna  que desarrolla. Así, podemos encontrar pasajes como estos: “al querer al amigo quieren su propio bien, puesto que cuando alguien bueno se convierte en amigo querido, se convierte en un bien para aquél que lo quiere. De modo que uno y otro quieren su propio bien, y se recompensan recíprocamente por igual. En efecto, se dice que la amistad es igualdad, lo cual se da sobre todo en la amistad de los buenos”, en el cual es muy difícil encontrar el carácter donal del amor; porque lo que primariamente uno ama es a sí mismo y al amigo de modo segundo o por extensión. 
 
Esta visión del amor debía ser ampliada con la aparición del cristianismo. Llamado a ser necedad para los griegos, el cristianismo predicó la existencia de un Dios que se abaja hasta hacerse hombre y morir por la salvación de todos, movido por el amor; porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. ¿Cómo había que entender este amor que manifiestamente no podía ser el eros griego y que no solo era una tendencia divina sino era la misma esencia de Dios, porque Dios es amor?
 
San Agustín, quien en su juventud había experimentado intensamente el eros, plasma en una frase lapidaria, con la que nos tiene acostumbrados, ese delirio del eros que se centra en el goce y no en la persona: «Todavía no amaba –dirá al recordar sus desvaríos juveniles- pero amaba amar». Sin embargo, por sobre ese amor de eros, Agustín plasma el amor propio de Dios, que es don de Dios: «Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado. Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba». El amor es un don que nos da Dios y que nos mueve hacia él.

Este nuevo carácter de don no es ni el eros ni la philia griega, es el ágape, que en latín se llamará cáritas. La descripción que San Agustín hace de esta nueva dimensión del amor, revela hasta qué punto se está hablando de algo novedoso para la mentalidad antigua: «Siempre soy deudor de la caridad –dice San Agustín-, la cual, aunque venga sola y haya sido pagada, no cancela la deuda. Se devuelve cuando se dona, pero, aun después de devuelta, la deuda sigue en pie, pues que no hay tiempo alguno en que no deba donarse. Cuando se devuelve no se pierde, sino que se multiplica, pues se devuelve de lo que se tiene y no de lo que se carece. No puede devolverse sino cuando se tiene, y no se tiene sino cuando se dona. Es más, cuando el hombre la dona, crece en él, y se adquiere una caridad tanto mayor cuanto se dona a más hombres».    
 
Este nuevo amor, no supuso un desprecio de los otros amores, ni una consideración despectivas. «No las rechazamos con un inicuo desdén para no hacer injuria al Creador de todas las cosas terrestres y celestes»; sino que antes bien, la caridad introdujo el ordo amoris, la correcta valoración de toda realidad humana a la luz de las realidades divinas; pues como señala San Agustín «Es inevitable que quien desprecie las cosas divinas, estime en más de lo conveniente a las humanas, y que no sepa amar rectamente al hombre quien no ama al Creador del hombre».

Esta visión del amor como don es desarrollada también por Tomás de Aquino, para quien  «Amor es nombre de persona». Por eso, el aquinante entiende que «el nombre de don está implícita la aptitud para ser dado. Y lo que se da implica relación tanto con el que lo da como con aquel a quien se da; pues alguien no lo daría si no fuera suyo, y lo da a alguien para que sea suyo». Esta relación de don, es convertible con el amor, pues como señala Tomás de Aquino, «don es propiamente entrega sin deber de devolución; esto es, que no se da con intención de recibir algo a cambio; esto implica donación gratuita. La razón de la gratuidad en la entrega es el amor, pues hacemos regalos a quien deseamos el bien. Por lo tanto, lo primero que le damos es el amor con el que le deseamos el bien. Por eso es evidente que el amor es el primer don por el que todos los dones son dados gratuitamente».   
 
Esta visión del amor de modo donal se perdió con el surgimiento de la filosofía moderna. Para Descartes, “El amor es la emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus que le incita a unirse a voluntad a los objetos que parecen serle convenientes”; es decir, una reposición del eros. De igual manera, para Spinoza «el amor no es sino la alegría, acompañada por la idea de una causa exterior (…) el que ama se esfuerza necesariamente por tener presente y conservar la cosa que ama»; es decir, sentimiento.
 
A partir de este momento, el amor irá dando tumbos que lo han llevado desde interpretaciones que hipertrofian lo afectivo, hasta sus negaciones por parte de autores como Freud que lo consideran la sublimación de lo sexual; o el positivismo que lo reduce a pura actividad material, y que ha dejado su impronta en nuestro lenguaje. Se habla de tener química para referirnos a que hemos establecido una buena relación con otra persona. Pero, ¿acaso nuestra apertura a los demás depende de factores químicos y no de nuestra libertad? 

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N.B: Había olvidado los mitos griegos que tienen mucha referencia al amor. Quizá más adelante escriba algo sobre ese tema para corregir mi olvido.