Víctor Andrés Belaunde: Biografía Y Trayectoria Intelectual (II)

Belaunde señalaba que el positivismo no dio todos los resultados que se esperaba de él, porque se dio más importancia a las hipótesis y doctrinas del positivismo que a la aplicación del método en la realidad nacional.

Su panorama intelectual se habría de ampliar por un hecho que podría señalarse de fortuito. El 13 de mayo de 1903, ingresó al Archivo de Límites en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Ese mismo año, como relata en sus memorias, se firmó el tratado de arbitraje con Bolivia, y se le encargó a Víctor Maúrtua preparar la defensa peruana, y se nombró a Belaúnde como auxiliar. Los preparativos de la defensa peruana, llevarían a Belaúnde y Maúrtua a viajar a España para trabajar la impresión del alegato y los mapas.    Mención especial, de su paso por España, merece su encuentro con El Greco, al que le dedica un capítulo aparte en sus memorias, llegando incluso a considerarlo como el hecho culminante de su viaje. “La admiración espontánea que sentía desde el primer momento en que ví al Greco, se debía a que mi espíritu había encontrado en el mundo del pintor y en su estilo algo que respondía a las exigencias más hondas de mi ser.” El impacto que el Greco le causó no se debió tanto al estilo artístico –tema en el que Belaúnde era ignorante-  sino en “la expresión de lo divino, la inserción de lo eterno en el tiempo, el impacto de lo sobrenatural en un episodio histórico”. En medio de su formación positivista, el Greco debió significar la intuición por vía artística del Espíritu, de la trascendencia. “El encuentro con el Greco –dirá en sus memorias- me puso en el camino de aquel otro encuentro con Pascal, el genio filosófico más hondamente cristiano”.

La profesión de Belaúnde del positivismo no fue serena. Espíritu inquieto y propenso a la nostalgia intimista, siempre se mostró insatisfecho con él. En el diario de su época de estudiante anotó “una reacción constante contra el ingenuo realismo. Aparece en los apuntes, en forma incorrecta y balbuciente, la primacía del hombre interior. (…) Creía en el valor, en la sustantivad de los ideales. Exagerando la nota –eco de mis frecuentes lecturas de Epicteto- suponía que el espíritu podía vivir en un mundo de conceptos y de imágenes, con prescindencia de la realidad tangible”. Esta actitud interiorista le impidió dejarse llevar por una visión exclusivamente positivista que producía una concepción estrecha de la realidad. Reconocía la existencia de un mundo espiritual que el confín misterioso de la realidad, inasequible y esquivo pero fecundo y animador. En ese confín del misterio, la religión y la filosofía parecían abrazarse.

Todo esto fue quedando registrado en sus diarios, pero no constituían ni una ideología, ni un corpus sólido de pensamiento, era una actitud conciliadora como él mismo lo dice en su memorias. Le faltaba un método adecuado para poder acceder a todo el tema que sus intuiciones le mostraban. La oportunidad de búsqueda de método se le presentó cuando en 1912 reemplazó a Javier Prado en la enseñanza de Filosofía Moderna en San Marcos.

El impartir el curso de filosofía moderna supuso para Belaúnde, no solamente un enriquecimiento cultural, sino un cambio en su concepción de la vida. “El contacto directo con los grandes espíritus de la filosofía contemporánea confirmó en mi la concepción trascendentalista que tenía por formación y herencia cristiana”. Ese mismo año, centró su curso en el estudio de Descartes, Pascal y Spinoza. De sus lecturas cartesianas, destaca en sus memorias, “El nuevo aspecto del argumento ontológico basado en la idea de perfección, inexplicable sin la existencia del ser perfecto. (…) No pasé inadvertida en esas lecturas la posición egocéntrica y exageradamente subjetiva de Descartes; su evidencia que era más ilusión que claridad y su arbitraria eliminación de todo lo misterioso. No me resignaba tampoco a la extensión del mecanicismo al mundo biológico, más que por razonamiento por esa especie de solidaridad que crea entre el hombre, los animales y las plantas el lazo inefable de la vida. Presentía que de Descartes podría derivarse al mismo tiempo el idealismo absoluto y el materialismo más radical, o sea los extremos del subjetivismo y del objetivismo mecánico”. 

Ese curso de filosofía moderna también supuso un reencuentro con Pascal, pensador a quien había leído desde su época escolar en Arequipa. Este reencuentro supuso para él un revivir de su herencia cristiana.”Pascal restauró en mi el sentido y el amor al misterio que pretendía eliminar Descartes por la exageración del more geométrico. Veía en la distinción pascaliana entre el espíritu de geometría y el espíritu de finess, el anuncio de la intuición bergsoniana. La diferencia de los tres órdenes, extensión, pensamiento y caridad, con gradación hacía lo infinito, me parecía la rectificación radical del dualismo cartesiano y el establecimiento de una nueva jerarquía de valores. La caridad de Pascal que está por encima del pensamiento y de la extensión, y de la cual llevamos huella en nuestra propia vida, postulaba más que la idea de la perfección cartesiana, la existencia de Dios”. 

De Spinoza comentó La Ética, a la que consideraba una de las obras con mayores dificultades de intelección. A diferencia de Descartes que postulaba a Dios como un mero enunciado lógico, Belaúnde creyó ver en el Dios de Spinoza a un ser que “respondía a nuestra ansia secreta de totalidad e infinitud encarnada en la viviente variedad de las cosas o de los modos (…). Me seducía, sobre todo, el sublime concepto del amor intelectual, limpio de toda impureza o imperfección, luz apacible y constante que nos acompaña en el sucederse de los hechos y en el incesante cambio de los modos, amor exento de envidia que superando toda exclusividad anhela que lo compartan todos, intensificándose precisamente por esta inefable comunidad. La serenidad de Spinoza era la conciencia de nuestra inmersión en lo absoluto y suponía la conformidad al orden universal”.  Esta aventura por los textos de los filósofos provocó el desaparecimiento de su originario y tímido agnosticismo spenceriano “a través de la perfección cartesiana, del amor de Pascal y de la unidad sustancial de Spinoza. Mi espíritu podría ahora anclar en la tradicional y consoladora idea de la humanidad sobre la existencia del Ser Supremo”.

Mediante el influjo de Pascal –espíritu de la inquietud- y Spinoza –representante de la serenidad-, Belaúnde empezó a considerar que la filosofía debía partir de la vida interior; había que seguir el camino iniciado por San Agustín y Descartes; pero renovándolo con lo aportes de filósofos como Maine de Biran o Bergson. “La vida interior se movía para mí en el ritmo de la inquietud y serenidad, siendo la inquietud un trasfondo constante. Inquietud y serenidad postulaban lo absoluto con una postulación vital”. Esto supuso el reconocimiento de lo absoluto, no como idea presente a la inteligencia, sino como requerimiento existencial del espíritu humano.  En 1916 empieza a leer las obras de Kant, sobre todo la Crítica de la Razón Práctica, donde Belaúnde encuentra la postulación de lo absoluto como forma de superar el fenomenismo de la primera Crítica. “El deber percibido inmediatamente, casi como un grito de la conciencia, postula en nosotros la libertad y al mismo tiempo reclama la presencia de Dios. El deber es distinto del placer que experimenta nuestros sentidos, del interés o la utilidad que pondera nuestra razón y del mismo sentimiento que ennoblece nuestra vida. Despojado de toda dimensión, aparece como un punto matemático y sin embargo, no se conciben sin él las otras dimensiones que caen bajo las formas de la sensibilidad o las categorías de la inteligencia o las ideas de la razón”. Esta superación de lo puramente fenoménico que se impone en el deber kantiano, llevó a Belaúnde a sostener que vivimos bajo el signo de la trascendencia.

En 1966, después de una larga vida intelectual que se iba incrementando con la madurez, murió un 14 de diciembre en Nueva York, en un intermedio de las sesiones de las Naciones Unidas.