Encerramiento y liquidación

Quizá no sea del todo cierto afirmar que el yo es odioso; pero podemos afirmar con mayor certeza que, por lo menos, el yo es problemático. El yo es uno mismo, es individualidad difícil de pensar. Decir que somos materia cuantificada, decir que somos un cuerpo con un espacio-tiempo-histórico determinado, es un decir insuficiente. Intentar pensar el yo, es como intentar agarrar nuestra imagen reflejada en el lago, cada vez que metemos la mano, el agua se enturbia. Y sin embargo, hay yo, y eso es lo problemático, y eso es lo doblemente problemático: porque no sabemos lo que es el yo, y mucho menos entendemos en qué consiste el haber del yo.

I

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«Arthur Schopenhauer Portrait by Ludwig Sigismund Ruhl 1815»

Representación y voluntad. Para Schopenhauer el yo es el cognoscente incognoscible a su propio conocimiento. Este conocer del yo “es el sostén del mundo, la condición sempiternamente presupuesta de cuanto se manifiesta, de todo objeto” (WWV, I, 5). Por eso, uno se descubre como un yo cuando conoce cosas, y todo ese plexo de cosas que llamamos mundo no es más que una representación en la conciencia de un sujeto. El mundo como representación sería esencialmente dual: pues una de sus partes, los objetos, suponen –que no conocen- la presencia del yo. Pero esto es solamente el ámbito de la pura representación, del fenómeno. Por detrás de él late el mundo de la cosa en sí, el ámbito de lo real, y por ende de lo radicalmente distinto de la representación.

Pero si la representación es un producto del conocimiento, y este entendido como objetivador; el conocimiento representativo nunca podrá superar la cara de la representación. Si algo se esconde detrás de lo fenoménico, estará condenado a mantenerse siempre oculto –como casi no existente- para el conocimiento objetivo; salvo que demos – dirá Schopenhauer- con “un camino desde dentro, una especie de corredor subterráneo, y este pasadizo secreto nos introduce como a traición en la fortaleza que resultaba imposible conquistar mediante un ataque exterior” (WWV, II, 219). Este camino será el conocimiento de nuestro querer, que no es conocimiento objetivo alguno (no es espacial ni es a priori). Es decir, “nuestro querer es la única oportunidad que tenemos para comprender al mismo tiempo desde su interior un proceso que se presenta externamente, o sea, es lo único que nos es inmediatamente conocido y no, como todo lo demás, meramente dado a la representación” (WWV, II, 219) .

Si la voluntad no se conoce por la vía de la objetivación, esto quiere decir, que la voluntad es una realidad no es comprendida desde las formas puras del conocer: espacio, tiempo y causalidad. Por lo tanto, la voluntad es una pulsión “ciega, incosciente e irresistible” que se manifiesta a lo largo de todo el mundo representativo, desde la naturaleza inorgánica a la humana, pasando por los vegetales. Y lo que este impulso quiere es autoafirmarse. A esta pulsión de autoafirmación, Schopenhauer la llama vida. La voluntad quiere afirmarse como voluntad, quiere querer, es una voluntad de vivir.

El encerramiento del individuo. El individuo que es solo una representación, es una manifestación de la voluntad de vivir. Manifestación que se da en el ámbito de la representación, y por lo tanto está sometido a las leyes necesarias de la razón suficiente: espacio, tiempo y causalidad. Esto quiere decir, que el individuo “se halla sometido a la necesidad, de suerte que no modifica su hacer pese a todos los designios y reflexiones, y desde el comienzo hasta el final de su vida ha de hacer efectivo un carácter idéntico con el cuál él mismo está disconforme, teniendo por decirlo así, que interpretar hasta el final el papel recibido” (WWV, I, 135).

Resulta por lo tanto ser una farsa la ilusión de un libre arbitrio producto de la deliberación de motivos y fines. Ilusión que, como ya había señalado en su hora y en su obra Spinoza, resulta de la ignorancia del verdadero conato que mueve las cosas. Los motivos del individuo –en tanto que este es una realidad empírica- no serían más que la manifestación fenoménica del conato de la voluntad, “dichos motivos nunca determinan sino lo que yo quiero en este tiempo, en este lugar y bajo estas circunstancias, mas no el hecho de que yo quiera en general, ni tampoco lo que yo quiera global” (WWV, I, 127) De resultas que, aunque el individuo ha dado con la cosa en sí (la voluntad) apelando a su experiencia interna, no es la voluntad la que está dentro del individuo, sino que el individuo está prisionero de la voluntad, y de sus impulsos y sinrazones. Como en un cuento de Borges, no estamos ante un determinismo burdo –como burdo era el laberinto del rey de Babilonia, con sus muros y escaleras- sino en el sutil laberinto del rey de los árabes, “donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso” , y donde sólo el ignorante que desconozca la verdadera naturaleza del desierto puede no sentirse prisionero. Igualmente, solamente la persona que desconozca su condición de fenómeno de la cosa en sí –“determinado ya en cuanto tal e inmerso en la forma de fenómeno” (WWV, I, 135) – puede creerse realmente libre en sus acciones individuales, “creyendo que podría iniciar a cada momento una conducta distinta, lo cual equivaldría a convertirse en algún otro” (WWV, I, 135) .

El consuelo de la especie. Sin embargo, no puede ser otro, y siempre será en cada presente, quiéralo o no como individuo, uno y el mismo siempre. Desde que fue arrancado del paraíso de la inexistencia, hasta que regrese a él por la vía de la muerte. La muerte aparece para el individuo, quizá como una desgracia, pero para la voluntad es como un sueño reparador. “Esta no resistiría proseguir toda una eternidad con el mismo trajín y sufrimiento, sin una ganancia, si conservara el recuerdo y la individualidad” (WWV, II, 574) . Con la muerte se cambia la materia, pero persiste la forma.

A disposición de la cosa en sí se hallan todas las existencias individuales, sometidas a la banalidad y la fugacidad. El hombre no está exento de esa misma fugacidad y banalidad. La única diferencia es la autoconciencia de su aparente existencia, y por ende de su real inexistencia. Y, “como cada yo tiene su consciencia separada, con respecto a una consciencia tal ese infinito número de existencias no se diferencian entre sí” (WWV, II, 575) . El hombre es uno más entre una muchedumbre de iguales. La idea de que pueda ser capaz de poseer algo único e irrepetible, no es más que producto de su egoísmo. “La muerte lo desengaña, al suprimir su persona, de suerte que la esencia del hombre, que es su voluntad, en adelante sólo vivirá en otros individuos” (WWV, II, 581) , es decir, la muerte le revelará que no es más que un ejemplar de la especie: un espécimen. Y en esa medida su inexistencia es superable por la especie. “Una vez que el hombre ha captado este punto de vista y permanece en él, puede consolarse respeto de su propia muerte y la de sus amigos al contemplar la vida inmortal de esa naturaleza que es él mismo”. (WWV, I, 326)

Liquidación. Spinoza creía que el sufrimiento aparecía cuando el individuo intentaba ir en contra del conato natural de la substancia divina, pero mientras descubriera ese conato y se amoldara a él, alcanzaría la felicidad. Schopenhauer una vía similar solo conduciría al sufrimiento; porque sería amoldarse a una voluntad absoluta. El hombre que aclara la intensidad de su comprensión de la cosa en sí, intensifica su sufrimiento.

La vida del individuo es siempre tragedia. Incluso en sus momentos de aparente alegría, tiene la gracia de un comentario sarcástico, que puede hacer feliz a todos menos al que es objeto de ese comentario. La única salida viene a ser la propia liquidación, el volver al paraíso de la inexistencia. Esto no supone suicidio, porque el suicidio se estructura en el ámbito de la representación – porque cualquier medio que se use se funda en la comprensión causal de la vida orgánica- y por lo tanto solo afecta al individuo como representación.

La muerte biológica está llamada a convertirse en el punto final de todo un proceso de aniquilamiento real y no solo aparente. “Tranquila y dulce es por lo general la muerte de todo hombre bueno: pero morir voluntariamente, morir de buen grado, morir alegremente, es el privilegio del resignado, de quien ha suprimido y negado la voluntad de vivir. Pues sólo él quiere morir realmente y no sólo aparentemente, por lo que no necesita ni reclama una persistencia de su persona.” (WWV, II, 583)

Morir realmente es negar la voluntad de vivir a través del ascetismo, es vaciarse de toda voluntad para entregar a la tumba una hueca cáscara fenoménica, “en ese fenómeno ya no resta ninguna voluntad, o sea ningún anhelo individual” (WWV, II, 700) .

II

Balance personalista. Hasta aquí Schopenhauer en el estilo más patético que se nos ha sido posible darle a la exposición. Resulta interesante por el tratamiento que hace de la individualidad, porque pone en evidencia la aporía de la individualidad humana. Es decir, si el ser humano es únicamente individuo de especie, lo importante terminará siendo la especie y el individuo no será otra cosa que algo pasajero. Schopenhauer aborda el problema de la individualidad de un modo horizontal, e intenta –en un primer momento- trascender la contingencia de la individualidad en la especie como sumatoria de individuos, siempre presente.

El personalismo se ha enfrentado a la misma cuestión, y ha planteado una solución distinta. Pues el problema de la individualidad se resuelve por elevación. La singularidad humana no se identifica únicamente con la individualidad. Esta es producto de la materialidad; pero hay una singularidad no material, y es la singularidad personal. Por eso Maritain escribirá: “La individualidad y la personalidad son dos líneas metafísicas que se cruzan en la unidad del hombre. Parte una de los confines del no ser y sube del átomo a la planta, al animal, al hombre y más arriba aún al ángel; parte la otra del superser y baja de Dios al ángel y al hombre.”

Esta singularidad personal no se vive aisladamente. Por eso la vivencia del tiempo no está vinculada a la individualidad del yo. El tiempo humano es intersubjetivo, se vive como una experiencia con el otro. Si Schopenhauer hubiese sido oficinista alguna vez en su vida, se habría dado cuenta de esto, que nadie pierde el tiempo como individuo, sino que su vicio afectará incluso el trabajo del más virtuoso. Mi tiempo –que vivo en la conciencia como individuo- se articula con la vivencia temporal del otro. Nos encontramos como personas en una vivencia común del tiempo, ya sea como copresentes, o como pasados del presente del otro (como el padre para el hijo).

Esta vivencia del tiempo es posible porque la persona –a diferencia del individuo que es autorreferencial- es apertura, es relación. Así, mientras que el yo es odioso porque se vuelve referencia de toda representación, la apertura personal rescata al otro de ser mera representación. El conocer personal no es ninguna manifestación de un querer ciego, sino que coloca al otro como lo realmente existente, es decir, como lo que está fuera de las representaciones producto de mi querer. Como dice Salinas:

“También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que me está palpitando
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.”

Conclusión ad hominem. Si Schopenhauer hubiese amado sabría que no todo acto encierra ese impulso egoísta de la voluntad de vivir. Si hubiese buscado más allá de sí mismo, por detrás hasta llegar a la verdadera realidad, habría visto el esfuerzo inútil del hijo que cuida al padre desahuciado, no para reafirmar su vida biológica, sino para santificar su muerte haciéndola una realidad personal. Si Schopenhauer hubiese amado, quizá hubiera entendido que la ascética no es suerte de estrategia de tierra quemada, donde todo arde hasta que no quede nada; sino que es desbrozar el propio ser de los excesos de individualidad, para que transite libremente la persona. Si Schopenhauer… en fin, si Schopenhauer hubiese tenido esposa y trabajo, otra filosofía hubiera escrito.

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