Cuenta Nietzsche, en su Así Habló Zaratustra, que cuando Zaratustra se hubo internado en el reino de la muerte se encontró con el más feo de los hombres. Este hombre –el más feo de todos- había escapado al reino de la muerte huyendo de la mirada de los hombres, que le recordaba su fealdad. Pero hubo una mirada de la que no podía huir, había “unos ojos que lo veían todo, veían las profundidades y las honduras del hombre, toda la encubierta ignominia y fealdad de este”. El más feo de todos los hombres no pudo resistir esa mirada compasiva que le recordaba su fealdad. “Me veía siempre: de tal testigo quise vengarme – o dejar de vivir. El Dios que veía todo, también al hombre: ¡ese Dios tenía que morir! El hombre no soporta que tal testigo viva».” Por eso se convirtió en el asesino de Dios.
La prédica de la muerte de Dios tiene una dimensión dual. Señala -por una parte- el fin de la metafísica, la imposibilidad de desprender la atención de la experiencia sensible; y por otra parte, la muerte de Dios acusa un incongruencia en el proyecto ético moderno: la incongruencia Kantiana de sostener por una parte que “la metafísica no nos permite elevarnos por razonamientos seguros del conocimiento de este mundo al concepto de Dios y a la demostración de su existencia”, y por otra -a nivel moral- sostener “la necesidad de suponer como condición de la posibilidad del soberano bien, en un mundo inteligible, la existencia de un soberano bien absoluto, es decir, de la existencia De Dios”. Esta es la esencia de la denuncia del Loco de la Gaya Ciencia, quien señala que la muerte de Dios ha traído como consecuencia la destrucción del mundo conocido, sobre todo del mundo moral. “¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿hacia dónde caminará ahora? ¿hacia dónde iremos nosotros? ¿lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?” (NIETZSCHE)
¿Cuáles serían las consecuencia para el hombre al haber acometido semejante acto? El mismo loco también plantea la respuesta en forma de pregunta: “¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecernos dignos de ella?” (NIETZSCHE) A la muerte de Dios le sigue el encumbramiento del hombre como superhombre, como nueva divinidad.
Pero, ¡Ecche homo! cuánto espíritu estólido ha pretendido ser un superhombre; cuánta cultura coprófaga se ha mostrado como la esencia del superhombre; Cuánto, cinismo, cuanta imbecilidad, cuanto egoismo, cuánta mediocridad se presentan ahora como valores. Sin embargo, en medio de toda esta ebriedad el superhombre se descubre siempre, humano, demasiado humano. El superhombre se ha confiado a su voluntad, a su libertad, a sus derechos, su inteligencia, sus sentimientos, y estos le han fallado. Vivimos en un mundo abúlico, sin metas, esclavo del consumo, obsesionado por sus derechos, idiota, apático. Este es el mundo que el Loco veía, porque a la muerte de Dios le sigue, inevitablemente la destrucción del mundo. Dios ha muerto, si; “y el hombre está en agonía”, añadía Gabriel Marcel.
Sin embargo, la muerte de Dios no ha sido suficiente para que el más feo de los hombres se libere de esa conciencia de la propia fealdad. La razón de esto se puede encontrar en otra frase de Nietzsche: “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”. Mientras tengamos el orden de la gramática (esa metafísica popular), mientras exista palabras con que designar cosas como lo bello, lo justo, lo bueno, y otras para indicar sus opuestos: lo feo, lo injusto, lo malo; mientras la gramática misma, la composición de los términos en un discursos nos rebelen la bella necesidad humana de orden; el más feo de los hombres no podrá liberarse de esa conciencia, sabrá que es feo, podrá describir la esencia misma de su fealdad. Por eso, el nacimiento del superhombre exige la destrucción del lenguaje. El eufemismo es precisamente ese intento de esconder la fealdad que todavía se muestra en el lenguaje, es el intento de crear un lenguaje asceptico, y por ende hipócrita. Por eso decimos interrumpción voluntaria del embarazo y no aborto; llamamos pro-opción al supuesto derecho a matar a un inocente en el vientre materno; muerte digna, al asesinato de aquel que ya no es útil; todo con miras a borrar los límites entre lo bueno y lo malo, para dejar a cada uno, a la voluntad de cada superhombre, la tarea de subvertir los valores.
A quien crea que exagero sopese estas palabras dadas por una política española quien hace poco aseguraba que la nueva ley del aborto que se discute en su patria, es más respetuosa con la vida en gestación; o que -en el mismo escenario político- aseguraba que un embrión de 13 semanas es un ser vivo pero no un ser humano. Esto no es solamente subversión de valores, como quería Nietzsche, es subersión de la inteligencia, capitulación de la ciencia y el sentido común en favor de intereses programáticos. Ninguna ley del aborto puede ser respetuosa de la vida en gestación, porque el aborto supone en esencia la eliminación de dicha vida. Si hay alguien que crea que eliminar una vida, en vez de dejarla crecer, es un acto de respeto; nada podemos decirle, y solo nos queda mostrarle el mayor de nuestros respetos.
Quizá alguien se pregunte a qué apunto con todo esto. La idea que quiero señalar es la identidad que existe entre el superhombre y el más feo de los hombres; que precisamente el superhombre terminó matando a Dios para no tomar cuenta de su fealdad. Sin embargo, el proyecto del superhombre, la negación de lo trascendente metafísico y el encerramiento individualista, no nos libera de la conciencia de nuestra propia fealdad. Como apunta un personaje de Sabato: “uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido.”
Resulta llamativo que un autor como Ciorán, que ha recibido gran influencia Nietzscheana, termine escribiendo aforismos como el siguiente: “la única verdadera mala suerte: nacer”; “No me perdono el haber nacido. Es como si, al insinuarme en este mundo, hubiese profanado un misterio, cometido una falta de gravedad sin nombre”; “No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!”. Igual de llamativo me ha parecido siempre leer en blog de tanto adolescente textos que muestran a la vez dos tonos que se entrecruzan, el tono constetatario de la rebeldía, de la iconoclastía, y el tono patético de quien desespera de la vida. El iconoclasta termina destruyendo su propia imagen.
Y sin embargo, ha muerto
¿Cómo hemos podido llegar a esto? Quizá ayude -para poder responder a esta pregunta- intentar indagar a quien se refería Nietzsche como el más feo de los hombres. Esbozo acá una respuesta. Me parece que el el más feo de los hombres es una referencia al primer reformador protestante: Martín Lutero. Lutero vivió siempre una constante lucha interior por lograr una certeza sobre su salvación. Vivió una espiritualidad atormentada por la conciencia de sus pecados, y la poca certeza de la redención de los mismos.
“Cuando fraile, -contaba Lutero- era también muy piadoso en mis tiempos papistas; a pesar de todo, me encontraba tan triste y acongojado, que llegué a pensar que Dios me había retirado su gracia. (…) Ahora, el diablo me fustiga con otros pensamientos. Muchas veces me recrimina: <<A cuántas personas has seducido con tu doctrina>>. En ocasiones hallo consuelo, pero en otras circunstancias cualquier palabra basta para conturbar mi corazón.”
Como puede verse de lo citado, esta escrupulosidad no desapareció después de su ruptura con la Católica, sino que se mantuvo -en el plano personal- recriminándole el haber llevado la confusión a sus seguidores, y en el plano doctrinal con su pesimismo teológico. Entre 1515 y 1516 comenta -como profesor universitario- la Carta a los Romanos, donde encontraría los primeros indicios de su doctrina de la justificación por la fe. En 1517 daría a conocer las 95 tesis sobre las indulgencias, con lo cual se iniciaría la reforma protestante.
La sola fides -uno de los elementos de la teología luterana- supone el rechazo del papel de las obras en la salvación del hombre. La Iglesia venía sosteniendo -a lo largo de su historia- que el hombre se salva por la fe y las obras “La fe es verdadera fe cuando se prolonga y se expresa concretamente mediante las obras; y las obras son auténticos testimonios de vida cristiana cuando se halla inspirada y movidas por la fe, y cuando están impregnadas de ella.” (REALE) Para Lutero las obras eran innecesarias para la salvación. Piensa que incluso “las obras de los justos son pecado, [y] con mayor motivo lo serán las de los que aún no están justificados”
El núcleo de esta postura hay que buscarlo en la psicología de Lutero. Lutero vivió atormentado por el tema de su salvación, esto lo llevó a un estado de frustración respecto a si era merecedor o no de salvarse. Se sentía abandonado de Dios. Lutero no se sentía capaz de hacer algo que le hiciera merecedor de la salvación, así que encontró un consuelo cuando -al comentar la epístola de Pablo- leyó que la justificación dependía de la fe. La fe era suficiente para liberarlo de la angustia del pecado.
Sobre la base de este estado psicológico, Lutero realizó una relectura de la teología cristiana, redefiniéndola. Para Lutero, el hombre -creado de la nada- después del pecado original, no puede hacer nada bueno que tenga valor ante los ojos de Dios. Todo lo que proviene del hombre no es más que concupiscencia; es decir, egoismo, amor propio. El pecado de Adán ha corrompido al hombre de tal manera, que no es capaz de hacer por sí solo nada. La esperanza cristiana de San Agustín que veía al hombre como capax Dei, y lo llevaba a exclamar: “Dios que te creo sin tí, no te salvará sin ti”, se convierte ahora en un pesimismo en relación con la libertad humana. La salvación depende exclusivamente del amor divino, que es un don absolutamente gratuito, ante la cual la libertad humana no puede hacer nada; pues “el libre albedrío está cautivo y reducido a servidumbre a causa del pecado; no es que no exista, sino que no es libre salvo para el mal.” “La fe consiste en comprender esto y en confiarse totalmente al amor de Dios”. La fe justifica sin ninguna obra.
Lutero coloca al hombre ante Dios y se dedica a resaltar exclusivamente el aspecto negativo de la existencia humana. Se convierte así Dios en lo que describe Nietzsche: aquel testigo que nos recuerda insistentemente nuestra condición de pecadores, que con su mirada resalta la fealdad del ser humano. Ante este Dios, la naturaleza humana se subleva y termina aniquiándolo.
Sin embargo, esta visión de la relación del hombre con Dios no es la que pertenece a la tradición cristiana. El cristianismo ha sostenido que el hombre “fue hecho a imagen de Dios. Pues esto tanto vale como decir que la naturaleza humana fue llamada por Dios a la participación de todos los bienes. En efecto, sí Dios es la plenitud de todos los bienes, el hombre es su imagen: a no dudarlo, en el ser plenitud de todos los bienes, la imagen, conformándose con el modelo, se le asemejará. Y así, se halla en nosotros reproducida la idea de toda belleza, y toda virtud, y toda ciencia, y cuanto se pueda pensar de excelente.” (GREGORIO NISENO)
La conciencia de la excelente dignidad de la persona humana ha ido a la par de la conciencia del pecado, siendo más resaltada la primera y no la segunda. La esperanza cristiana reside en que -en medio del escenario más desesperanzador- al volverse sobre sí el hombre no solo encuentra rastros de su pecado, de esa fealdad que atormentaba al personaje de Nietzsche; sobre todo encuentra en el un rastro de la imagen y semejanza de Dios que permite elevarse por sobre sí para alcanzar a Dios. Como señalara Juan Pablo II en Tríptico Romano:
“¿Por qué precisamente se dijo este día:
«Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno»?
¿No lo niegan los hechos?
¡Por ejemplo, el siglo veinte! ¡Y no sólo el veinte!
No obstante, ningún siglo puede ocultar la verdad
De la imagen y la semejanza.”
Nietzsche no se referia a nadie en particular al hablar del hombre mas feo. El hombre mas feo es en si la COMPASION. «Un día el diablo me dijo: ‘también Dios tiene su infierno: su amor a los hombres’. Y el otro día lo oí decir: Dios ha muerto: sucumbió a su compasion con los hombres'».