De algunas personas intelectuales se puede decir aquellos versos de Machado: “envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”. Van por el mundo, con un esquema mental al que le llaman cultura y desde el cual prejuzgan todo. El producto final de esa pobre actividad mental, son obras en las que sobreabundan la ideología, los lugares comunes, el prejuicio; y falta el dato producto de una seria investigación, falta un mínimo de amor por la verdad, falta –en resumen- el espíritu del intelectual.
Un claro ejemplo de lo que menciono lo constituye el reciente artículo Ciencia y Fe publicado por el sociólogo Nelson Manrique, en el cual se argumenta que la revolución científica y tecnológica europea se debió a la separación “operada en Europa siglos atrás, entre la teología y la filosofía.” Para sustentar su tesis Manrique recurre a los lugares comunes: en la edad media la única reflexión intelectual era la teología; todo lo que se sostuviera contrario a la teología era una herejía como, por ejemplo, que la Tierra gira alrededor del Sol (y por eso la condenación de Galileo y de Giordano Bruno). Según Manrique, le debemos a Averroes “la proeza intelectual de separar la falsafa (así es conocida la filosofía en árabe) de la teología”. Ciertamente, Manrique tiene todo el derecho de tener una opinión sobre los asuntos de orden público, pero no parece correcto convertir su columna en una tribuna de la ignorancia para intentar fundamentar sus opiniones.
Manrique ignora completamente los nada recientes descubrimientos de historia de la ciencia. Ignora las investigaciones de Pierre Duhem o de Crombie. Manrique se muestra incapaz de distinguir entre fe y teología. Agustín de Hipona, Buenaventura, Tomás de Aquino, Duns Escoto comparten la misma fe, pero tienen distintas teologías y distintas filosofías. Ninguno de ellos necesitó de Averroes para distinguir entre razón y fe. Que fe y razón no eran lo mismo lo tenía claro Evodio cuando le pide a Agustín de Hipona indagar qué sea el mal, sin recurrir a la revelación; igualmente lo tienen claro los monjes que le pidieron a San Anselmo un tratado en donde explique los temas de Dios sin recurrir a la autoridad de la revelación, sino más bien apoyándose en la irrefutable necesidad de la razón. Por eso mismo, cuando Galileo se enfrentó al tribunal de la inquisición, para sustentar su teoría no tuvo que recurrir ni a Averroes ni a ningún distinguido averroista, sino que recurrió a la autoridad de San Agustín, quien había señalado que
«en puntos oscuros y remotos a nuestra vista, si llegamos a leer algo en la Sagrada Escritura que es, conservando la fe en la que hemos nacido, capaz de varios significados, no debemos, por obstinado apresuramiento, adherirnos a una de ellas que, cuando quizá la verdad es más seriamente investigada, se viene al suelo y nosotros con ella».
En todos esos primeros siglos de la Edad Media en los que se discutían cosas de teología, se establecieron las bases de la cultura europea, que proporcionó la infraestructura moral, social y mental, que permitieron la aparición de la ciencia. ¿No se ha preguntado Manrique por qué la ciencia terminó naciendo en la Europa cristiana? ¿por qué esa pretendida visión nueva que trajo Averroes fue acogida en la Europa cristiana, y acallada en la cultura musulmana? Porque cuando Averroes dice que «el razonamiento filosófico no nos conducirá a conclusión alguna contraria a la revelación divina», no está diciendo nada que el intelectual medieval europeo no sepa ya. Lo que si fue visto como peligroso fue la lectura que Averroes hace de Aristóteles. Para Averroes, «la doctrina de Aristóteles es la suma de la verdad porque es la cima de toda la inteligencia humana». Para Averroes, y más aun para sus seguidores en Europa, Aristóteles lo había pensado todo, y no era posible otro sistema de explicación distinto del aristotélico. Esta actitud averroístra contrastaba con la visión medieval de ser enanos sentados sobre los hombros de gigantes. Fueron los medievales respetuosos con las autoridades, pero sabían que ninguna autoridad había dicho la última palabra. Esa actitud es la que le recuerda Adelardo de Bath a su sobrino, cuando este argumentaba exclusivamente desde autoridades: «quienes ahora llamamos autoridades alcanzaron esa posición gracias al ejercicio de su razón… Por tanto,… déjalos y usa la razón». Como señala Crombie,
«La interpretación determinista de la doctrina de Aristóteles asociada con los comentarios de Averroes fue condenada por el obispo de París Etienne Tempier en 1277, y su ejemplo fue seguido el mismo año por el arzobispo de Canterbury Robert Kilwardy. En la medida en que esto afectó a la Ciencia, significó que en la Cristiandad septentrional fue proscrita la interpretación averroísta de Aristóteles. Los averroístas se retiraron a Padua, donde sus ideas dieron origen a la teoría de la doble verdad, una para la fe y otra, quizá contradictoria, para la razón. Esta condenación del determinismo ha sido considerada por algunos estudiosos, en particular por Duhem, como indicador del principio de la nueva ciencia. La doctrina de Aristóteles iba a dominar el pensamiento del final de la Edad Media; pero, con la condenación de la opinión averroísta de que Aristóteles había dicho la última palabra en la Metafísica y en la Ciencia Natural, los obispos en 1277 dejaron el camino expedito para críticas que podían, a su vez, minar su sistema. Los filósofos de la naturaleza no sólo tenían ahora, gracias a Aristóteles, una filosofía racional de la naturaleza, sino que debido a la actitud de los teólogos cristianos, estaban libres para hacer hipótesis sin tener en cuenta la autoridad de Aristóteles, para desarrollar la actitud mental empírica trabajando dentro de un armonía racional y para ampliar los hallazgos científicos».
La modernidad, por lo menos en sus inicios, no fue una separación de la fe –y tampoco de la teología- sino una separación del exceso de aristotelismo de los averroistas. Escoto, hombre de fe y teólogo, estableció la noción moderna de libertad en respuesta a la visión determinista del sistema aristotélico; Galileo, también hombre de fe, sostuvo su heliocentrismo en contra de la cosmología aristotélica que se sostenía en Padua; Newton, también hombre de fe y teólogo, logra con su física superar los errores de la física aristotélica; Francisco de Vitoria, teólogo y monje, estableció las bases del derecho internacional en oposición a la visión aristotélica de la esclavitud natural. La ciencia moderna no se construyó de espaldas de es tradición espiritual medieval, sino precisamente sobre ella. Como escribiera Heisenberg
«…toda nuestra vida cultural, todo nuestro obrar, pensar y sentir arraiga en el trasfondo espiritual del Occidente, es decir, en un ente de espíritu que apareció en la antigüedad, formado en sus comienzos por el arte, la literatura y la filosofía de los griegos, al que el cristianismo y la constitución de la Iglesia dieron la más decisiva inflexión, y en cuyo seno finalmente, al cerrarse la Edad Media, se realizó una espléndida combinación de la religiosidad cristiana con la libertad intelectual de los antiguos, engendrando la concepción del mundo como mundo de Dios, y transformando de raíz precisamente a este mundo mediante los viajes de exploración y la creación de la ciencia natural y de la técnica. Es por lo tanto inevitable que, en cualquier sector de la vida moderna, en cuanto ahondamos en las cosas, sea sistemática, histórica o filosóficamente, hayamos de topar siempre con estructuras espirituales que se constituyeron en el seno de las culturas antigua y cristiana».
Hombres de fe y de ciencia
No se puede tomar dos casos trágicos -como el de Bruno y el de Galileo- para juzgar toda la actitud del cristianismo ante la ciencia, acallando tantos otros nombres de personas de fe sincera que hicieron a la vez contribuciones al desarrollo científico. Sobre todo cuando la injustificable pena de Bruno le fue impuesta no por sus teorías científicas, sino por su doctrinas heréticas en temas teológicos. Es decir, no se condenó su ciencia sino su teología. Caso distinto resulta el de Galileo, al que no se le condenó por su teología sino por no haber podido demostrar el heliocentrismo. En este caso, la Iglesia se arrogó una autoridad científica de la que carece.
Por eso, se equivoca también Manrique cuando sostiene que el heliocentrismo era considerado una herejía. Nunca se le consideró como tal. Es más, antes del desagradable incidente de Galileo, fue una teoría que sostuvieron personas ligadas a la Iglesia. Por ejemplo, Nicolás Oresme -filósofo, científico, teólogo y obispo de Lisieux- comentando el Tratado sobre el cielo de Aristóteles, criticó el geocentrismo y argumentó en favor de la teoría heliocéntrica, con una amplitud y claridad de discursos superiores -a decir de Pierre Duhem- a las argumentaciones que desarrollarán después Copérnico y Galileo. Similar postura sostuvo Nicolás de Cusa, teólogo y cardenal de la iglesia.
Solo la personalidad de Oresmes constituye todo una desmentido de esa visión parcial de la relación entre fe y ciencia. Su descubrimiento de la ley del movimiento acelerado, la teoría de los impetus (desarrollada por su maestro Buridan y que el acepta y usa); igualmente interesantes resultan sus contribuciones a la economía como son sus consideraciones acerca del cambio, origen y utilidad de la moneda, su teoría del valor, y muchas cosas que demandarían mayor espacio para reseñar. En conclusión, si dejamos de lado el prejuicio ilustrado y marxista de una edad media abatida en la oscuridad, se descubre al hombre medieval como un hombre de fe profunda, la cual lo mueve a investigar y conocer la realidad.
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Muy bien documentado el artículo: es irrefutable que la ciencia moderna ha nacido en este contexto cristiano, nutriéndose de la creencia en un Dios racional. El lamentable caso Galileo no demuestra en absoluto lo contrario.