Lo que está en crisis es el sentido de la responsabilidad; es decir, no nos termina quedando claro qué significa ser responsables. La esencia de la responsabilidad, su articulación con las demás realidades éticas, no nos aparecen de modo claro. Ciertamente, detrás de esta crisis de sentido, se encuentra la evolución del sentido del término de responsabilidad. Como ha señalado Ricoeur, el sentido clásico de responsabilidad se enmarca en el ámbito jurídico: en el derecho civil, indica “la obligación de reparar el daño que se ha causado por su falta y en ciertos casos está determinada por la ley”; y en el derecho penal, se refiere a “la obligación de soportar el castigo.”[1] Es decir, la responsabilidad en ese primer sentido clásico se entiende como imputación y retribución. La responsabilidad sería todo ese movimiento que va de la imputación a la retribución, y que se entiende en términos de obligación.
Entendida en este sentido, la comprensión de la praxis responsable pasaba por lograr determinar cuándo una acción puede ser imputada a un individuo. Así, para Aristóteles, la cuestión de la responsabilidad pasaba por determinar la voluntariedad o involuntariedad de la acción. “Llamo voluntario –dirá en la Ética a Nicómaco- (…) a lo que uno hace por sí mismo, entendiendo que está en su gobierno el hacerlo o no hacerlo; no ignorando a quién ni con qué, ni por qué lo hace (…). Cada uno de estos actos se ejecutan con un propósito deliberado y no por el azar ni forzado a hacerlo.”[2] Solo cabría responsabilidad sobre los actos forzosos, entendiendo por forzoso aquello que se hace no entendiéndolo, o entendiéndolo pero no habiendo sido elegido libremente sino por violencia.
Pero entendido el tema en estos términos, la responsabilidad no calza con las prácticas empresariales a las que se suelen aludir con el término de RSC. ¿Se le puede imputar a una empresa que una serie de personas de su comunidad no tenga viviendas dignas? ¿Se puede considerar el apoyo que esa misma empresa haga a dichas personas para construir unas mejores viviendas, como una retribución en reparación a algún daño hecho? La respuesta a ambas cuestiones ha de ser negativa, y esta doble negativa nos coloca delante de la crisis de sentido de la responsabilidad. Dicha crisis llevó a que algunos teóricos del derecho de la responsabilidad, replantearan la cuestión y centrarán la atención ya no en el autor del daño sino en la víctima que ha sufrido –o que puede sufrir- el daño. Pero este desplazamiento, ¿responde mejor a la RSC? Hay en esto, como señala Ricouer, un doble efecto perverso. Por una parte, el afán de buscarle responsable –sea personal o moral- a todo sufrimiento o daño, con el fin de alcanzar una reparación. En segundo lugar, este espíritu de victimización terminaría dilapidando el capital social de la confianza de unos con otros, tan necesarios para la existencia de una empresa, y para una correcta relación de esta con su comunidad. Así, una empresa minera asentada en el Perú tiene que “indemnizar” a los campesinos de las comunidades aledañas a su zona de trabajo, cuando alguna vaca u oveja caen en en canal construido por la minera. El campesino siente que se le ha ocasionado un daño, y dado que él es la víctima, el responsable del daño tiene que ser otro: el que construyó el canal. Cabe preguntarse con Ricouer: ¿Hasta dónde se extiende en el espacio y en el tiempo la responsabilidad de nuestros actos?
En el mundo clásico –antiguo y medieval- esta cuestión se resolvía de modo funcional. La responsabilidad estaba delimitada por la función que la persona cumple en la realidad. Así, Tomás de Aquino planteaba que mientras es responsabilidad del rey el perseguir a los delincuentes; es responsabilidad de la esposa de ese delincuente el protegerlo de la policía. Es decir, el rey es responsable del bien público; mientras que la esposa ha de ser responsable del bien privado de la familia. Desde nuestra sensibilidad moderna quizá podríamos cuestionarnos de si no deberíamos preocuparnos por un bien que vaya más allá de la función. Tomás de Aquino responde que no. En la cosmovisión medieval, el bien del universo es competencia de Dios. El hombre no puede saber lo que Dios quiere, lo que Dios ha planificado para desarrollar en la historia. Sólo podría saber lo que Dios quiere de mí en la medida en que ha permitido que yo exista situado en una función específica. Expresado filosóficamente lo anterior, en palabras de Spaemman, significa “que no podemos obtener la orientación moral de la acción de especulaciones sobre el sentido y la meta de la historia.”[3] Esto no quiere decir que la función era un límite cerrado respecto a lo que hay allende la función. Sino que, entendiendo el mundo humano a partir de su analogía con el cuerpo, entendían que el correcto desempeño de la totalidad pasaba por el correcto desempeño de las partes. La función no es fin en sí mismo, sino medio para algo más. El desarrollo de la función era el campo para el ejercicio de diversas virtudes, y en última para el logro de la compostura personal: la responsabilidad del ser humano es la de ser una buena persona, una persona virtuosa.
“El funcionalismo del que hablamos, hay que entenderlo en un doble aspecto. Por un lado, lo que hoy consideramos propio de la función, es decir, el simple ejercicio de un empleo u oficio. Pero, además, y en primer término, significaba exigencia de misión social. Por tanto, en este caso, el que el afán de ganancias estuviese subordinado al bien común. Lo que suponía que la propiedad nunca se puede “pegar” al burgués como si formase con él una sola cosa. Su propia realización personal estaba “en función” del servicio que prestaba a la comunidad. El hombre, en definitiva, había sido creado para ser libre. Cualquier forma de servidumbre –el Estado, el dinero, el mismo trabajo- estaba en contradicción con la voluntad divina, se oponía radicalmente al bien común, y debía ser rechazada con energía.”[4]
El surgimiento de la mentalidad moderna –y el proceso de laicismo que llevaba inherente- dio a la cuestión un giro dramático. Como ha señalado acertadamente Nietzsche, la historia de la modernidad es la historia de la muerte de Dios; es decir, la historia de una época donde poco a poco Dios fue perdiendo su capacidad de aparecer como categoría explicativa de los fenómenos humanos. Si Dios se nos va muriendo, la responsabilidad del bonum universi, va pasando de las manos de Dios a las manos de los hombres. Quizá la mejor expresión de esta responsabilidad angustiosa la ha expresado Shakespeare, quien le hace a decir a Hamlet: «¡El mundo está desquiciado! ¡Vaya faena, haber nacido yo para tener que arreglarlo!». Sin embargo, tal faena es a todas luces problemáticas: ni mi función, ni mi experiencia del mundo, me desvelan el sentido de esa responsabilidad por el bonum universali. Quizá a riesgo de pecar de simplificación, se puede decir que la solución a este problema la encontró la modernidad en el famoso giro copernicano. Si la idea de función supone a un sujeto que se piense en una situación concreta, que le exige una respuesta; Kant anulará toda referencia a una situación concreta, para convertir a la misma subjetividad y a su estructura interna (el imperativo categórico) en la única situación a tener en cuenta. La razón de la responsabilidad conlleva “no suponer nada que no sea ella misma, porque la regla no es objetiva y no tiene un valor universal, sino cuando es independiente de todas las condiciones subjetivas y accidentales que distinguen a un ser racional de otro.”[5] Aparece así el concepto kantiano del deber entendido como “la necesidad de una acción por respeto a la ley”[6], sin considerar las consecuencias de la acción.
El deber kantiano es la responsabilidad desmundanizada. Max Weber definió a este deber kantiano como ética de convicciones, como aquella orientación ética que solo se preocupa por responder a los principios morales –“quien actúa según la ética de las convicciones de conciencia sólo se siente «responsable» de que no se apague la llama de la pura convicción-; y la contrapuso a una ética de la responsabilidad centrada en responder a las consecuencias previsibles de la acción.[7] Sin embargo, como ya había hecho notar Hegel, “el principio de despreciar las consecuencias de las acciones y aquel otro de juzgar las acciones partiendo de sus consecuencias y convertirlas en el criterio de lo que es recto y bueno son, tanto uno como otro, entendimiento igual de abstracto.”[8] Superar la abstracción, pasa por devolver la acción moral del hombre al mundo, por recuperar el contexto. Pueden destacarse en este intento tanto el planteamiento de un Levinas como de un Hans Jonas. Para Levinas el contexto ético desde el que se funda la responsabilidad es el rostro del otro. “La presencia del rostro significa así una orden irrecusable –un mandato- que detiene la disponibilidad de la conciencia. La conciencia es cuestionada por el rostro.”[9] El yo ético no sería por lo tanto el yo encerrado en su deber, sino más bien “ser Yo significa (…) no poder sustraerse a la responsabilidad, como si todo el edificio de la creación reposara sobre mis espaldas.”[10] Responsabilidad infinita y asimétrica, que me impide preguntarme por la responsabilidad del otro, y que me empuja en últimas a la sustitución. Ser Yo no es subjetividad reflexiva, sino subjetividad que se difunde fuera de sí, hacia el otro, hasta ser para el otro su sustituto en la responsabilidad. Es, en resumen, “la idea de una subjetividad, incapaz de encerrarse –hasta la sustitución-, responsable de todos los otros y, en consecuencia, la idea de la defensa del hombre, entendida como la defensa del hombre que no soy yo.”[11]
Jonas recupera el mundo pero en tanto que tragedia, al constatar que “la promesa de la técnica moderna se ha convertido en una amenaza, o que la amenaza ha quedado indisolublemente asociada a la promesa”[12]; es decir, hemos ido descubriendo lo vulnerable que es la naturaleza a la acción humana tecnológica, por lo cual ya no podemos confiarnos a la utopía moderna de un mundo donde el progreso se sustentaba en el desarrollo tecnológico. Frente a esto, Jonas propone hacer una ética desde la heurística del temor, No el temor “que desaconseja la acción, sino al que anima a ella, (…) un temor que teme por el objeto de la responsabilidad.”[13] Es el temor ante las generaciones futuras, o ante la destrucción del medio ambiente, “Responsabilidad es el cuidado, reconocido como deber, por otro ser, cuidado que, dada la amenaza de su vulnerabilidad, se convierte en preocupación.”[14] Es la responsabilidad activa del que se plantea: ¿Qué le sucederá a eso si yo no me ocupo de ello?
Considerado este estado de la cuestión, este primer capítulo de nuestra investigación intentará delimitar cuál es el lugar que la responsabilidad ocupa en la existencia humana. Todo este primer capítulo buscará fundamentar la siguiente hipótesis: que así como la actividad intelectual surge de un actitud primaria y fundamental: la admiración; la actividad práctica (ética, política, artística, artesana) surge también de una actitud fundamental que es la responsabilidad. Es decir, la responsabilidad es la actitud fundamental de la acción humana. Será por lo tanto esta –la acción humana- el objeto material de nuestra indagación, la vía metódica será descriptiva.
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[1] PAUL RICOUER. Lo Justo. Madrid: Ed. Caparrós. S.A. p. 49
[2] ARISTOTELES, Ética a Nicómaco, Argentina: Ed. Gradfico,p. 136
[3] Robert Spaemman, Limites, P. 220
[4] VICENTE RODRIGUEZ CASADO, orígenes del capitalismo y del socialismo contemporáneos, Piura: Adeu, 1979, p 128.
[5] ENMANUEL KANT, Crítica de la Razón Pura, p. 39 Igual carácter puro se puede ver en el modo que tiene Kant de entender la buena voluntad: “La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice ni por su aptitud para alcanzar algún determinado fin propuesto previamente, sino que sólo es buena por el querer, es decir, en sí misma, y considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar en provecho de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones.” KANT, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, p. 54-55
[6] KANT, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, p. 63
[7] Cfr. MAX WEBER, La Política como Profesión, p. 142
[8] HEGEL, Philosophie des Rechts, P. 118 citado por Robert Spaemman, Limites, P. 188
[9] LEVINAS. Humanismo del otro hombre, p. 61
[10] LEVINAS. Humanismo del otro hombre, p. 62
[11] LEVINAS. Humanismo del otro hombre, p. 134
[12] HANS JONAS, El Principio de Responsabilidad, p. 15
[13] HANS JONAS, El Principio de Responsabilidad, p. 357
[14] HANS JONAS, El Principio de Responsabilidad, p. 357