El sofista y las humanidades

Por esas paradojas que caracterizan a la vida, en estos tiempos de educación orientada a la profesionalización, se hace necesaria la presencia de las humanidades en la educación y particularmente en la formación universitaria. Sin ellas, los temas propiamente humanos terminan siendo monopolizados por cualesquiera de las ideologías que pueblan el mundo, lo cual nos condenaría a la conformación de una masa profesional puramente tecnocrática de escasa capacidad crítica.

Según José María Torralba, las humanidades son el conjunto saberes que estudian lo específico del ser humano y su producción, y son una garantía de la libertad en la medida en que nos enseñaban a usar de ellas. No hay que entender aquí libertad en el sentido actual del término, o en el sentido político-liberal del mismo. Según Horacio,

libre es el sabio que puede dominar sus pasiones, el que no teme a la necesidad, el que no teme a la muerte ni a las cadenas, el que refrena firmemente sus apetitos y desprecia los honores del mundo, el que confía en sí mismo porque ha redondeado y pulido sus aristas.

Y la forma en que uno se formaba en dichas artes liberales era a través del estudio de los grandes libros. Por ello Ezequiel Tellez, jugando con la palabra liberal, observa que las artes liberales eran las que liberaban el espíritu y las que se aprendía en los libros. Es decir, liberal era «lo que libera el espíritu justamente porque se lo ha aprendido en los libros».

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Sin embargo, la esperanza que podemos guardar en las humanidades se ve oscurecida por la presencia de sofistas que, siguiendo el viejo proverbio de Terencio «Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno», consideran que su sola condición de seres humanos los faculta para hablar de humanidades, y así, con esa ligereza van por la vida vendiendo su enseñanza sobre las cuestiones más vitales como son la libertad y la dignidad.

Filóstrato, en su Vida de los sofistas, señalaba que la sofística reduce la filosofía a la retórica, a pura persuasión sin contenido. Mientras que el filósofo era prudente y estaba pronto a reconocer su ignorancia, el sofista se muestra seguro de su saber; pues su saber era aparente y no real, como observó Aristóteles. Por ello, el sofista va tejiendo en falso una serie de ideas que calzarán con la sensibilidad de su auditorio, sin tener una preocupación por la verdad. Habría que estar ciego para no haber conocido a uno que otro profesor entusiasta que gusta de provocar con preguntas agudas para llevar a sus estudiantes a la perplejidad, y que se ufana de ser políticamente incorrecto, sin caer en la cuenta de que la incorrección política de un lado es siempre la corrección política del lado opuesto.

El sofista puede mostrarse audaz e intentar argumentar que la dignidad de la persona es algo relativo, pues depende de quién la otorga. Dirá algo así como: «Si definimos a la persona como un ser ante otro, toda persona existirá en la medida en que es vista por el otro y, por tanto, su dignidad depende de que el otro se la otorgue». Si mostramos nuestra perplejidad, contraatacará preguntando: «¿No elegiría salvar siempre la vida de su padre a la de un desconocido? ¿No indica esto que para usted su padre tiene más valor y dignidad que el desconocido?».

El sofista se vale de la falta de sutileza que lleva a la confusión de realidades. No es lo mismo el acto subjetivo de conferir valor a una realidad a partir de la perspectiva propia, de lo que eso signifique para uno, que el acto trascendental de reconocer el valor de alguien, que lo tiene por sí misma, independiente de lo que esa persona signifique para el espectador. Además, el sofista rehúye a los conceptos claros. Decir que la persona es un ser ante otro es una concepción insuficiente de lo que es una persona; pues la computadora en la que escribo existe ante mí, que soy otro respecto de ella, y no es persona.

Si mostramos nuestro poco convencimiento, el sofista puede intentar capitalizar a su favor la fe de su auditorio. Volverá al ataque arguyendo: «toda persona es primariamente ante Dios, quien lo ama radicalmente y es ese amor el que le confiere un valor absoluto». Sin embargo, esta afirmación tiene supuestos -la existencia de Dios, y su amor radical- que deberían ser demostrados; y como recomendaba Aristóteles, al argumentar hay que partir de aquello que es evidente para todos, de lo contrario caeríamos en una actitud fideísta.

Tomás de Aquino, que estaba lejos de ser un sofista, tenía esto muy claro, por ello, al plantearse la cuestión sobre la moralidad de algunos actos, es claro en señalar que no es razón suficiente para decir que algo es inmoral el que dicho acto ofenda a Dios, sino que debe mostrarse que el acto en mención va en contra del bien del hombre. Tomás de Aquino tenía claro que no se debe tomar el nombre de Dios en vano y que este mandamiento tiene un valor como criterio para pensar filosóficamente; pues quien recurre a la fe como escapatoria de la tarea de pensar, le hace un flaco favor a la fe.

Vuelvo a mi reflexión inicial. Las humanidades son de una urgente necesidad en el mundo actual, porque en ellas se discute y aclaran cuestiones capitales como la libertad, la dignidad o la fe. Por ello, dicha urgencia engloba la necesidad de maestros que se las tomen en serio y que no la reduzcan a una cuestión ideológica o a una variante del coaching (palabra usada hasta el cansancio hoy en día). Los estudiantes se merecen profesores que los pongan en contacto con las cuestiones humanas más radicales, y con las grandes respuestas que ha dado nuestra tradición de pensamiento.

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