Incertidumbre y Riesgo

Decían los griegos que vivir es navegar, y dado que la filosofía -según los helénicos- era el modo más alto de vida; la filosofía era un modo especial de navegar, una navegación de carácter divino, por el cual el hombre se adentraba tratando de asir la esencia misma de las cosas. La filosofía era el navegar al estilo de los viajes colonizadores, se partía a la aventura, sin saber hacia donde si iba, sin tener idea de lo que se iba a encontrar.

Esta navegación suponía un alto grado de incertidumbre y riesgo. Incertidumbre, porque el que sale a la aventura no sabe que le espera, no tiene idea de lo que busca. En el filosofar esa incertidumbre se nota en que a diferencia del técnico o del investigador proveniente de otras ciencias que parten de una prenoción de lo que buscan, “lo característico de la investigación filosófica es que quien la persigue no puede tener el equivalente de esa prenoción. Quizá no sería inexacto decir que parte a la ventura.” (Gabriel Marcel)

De allí que en la investigación filosófica propiamente dicha no cabe partir de hipótesis o de variables. Estos elementos, en tanto que suponen la realidad que se investiga, la desfiguran, porque sirven como prejuicios. No, la filosofía es una labor libre, un trabajo argonáutico que carece de mapas, en el que uno se deja arrastar por los vientos de la experiencia, y se atiene fielmente a ella. Filosofía es fidelidad a la experiencia, pero fidelidad radical, sin subterfugios. Esta incertidumbre asustó al espíritu de Descartes, y su temor fue tan grande que lo llevó a refugiarse en un supuesta certeza de ideas claras y distintas; que no era otra cosa que una infidelidad a la experiencia, dando preferencia a una experiencia preconcebida: la duda.

Y sin embargo, el temor es algo real y justificado. La incertidumbre de la labor filosófica conlleva el riesgo del error, de divagar por las aguas del escepticismo, de verse azotado por los aires del relativismo, que sacuden la barca sin acercarla nunca a tierra firme. Pero no hay otro modo de filosofar, se filosofa en medio de la incertidumbre y del riesgo, y el alma se tensa entre la felicidad del explorador intrépido, y el pavor de una noche triste. Quien busca seguridades, ha dejado de filosofar.

Algunos han pensado que la fe ofrecería una cierta seguridad. Pero nada más equivocado. La revelación nos ha delimitado más claramente la meta, pero no necesariamente nos ha dado más luces del camino. El filósofo cristiano marcha acompañado de una luz especial, que le aclara un poco la meta, pero no le alumbra el suelo donde posa sus pies. La revelación exige un trabajo intelectual más delicado, porque la diferencia entre la ortodoxia y la herejía puede estar en una letra.

Otros pretenden buscar una seguridad en el pensamiento ya pensado, en las doctrinas de otros. Pero quedarse en ellas sería como conocer una ciudad solo por su mapa. Una experiencia desvitalizada, porque si bien es cierto que al recorrer con nuestros dedos un mapa tendremos la seguridad de que nadie nos asaltará, de que todo camino será siempre un camino seguro, nos perderemos de contemplar la belleza de las calles, del trato de la gente, habremos dejado de lado la experiencia.

Quien quiera pues filosofar tendrá que asumir la incertidumbre y el riesgo propios del pathos del filósofo, o de otra manera terminará siendo un erudito petulante, sobrecargado de citas pero que no conoce nada.

 

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