Leía en la edición digital de un diario extranjero una reseña al último libro de Umberto Eco, El Cementerio de Praga; y me llama la atención la siguiente frase: “Simplemente es una novela que recupera el espíritu irreverente y provocador de la gran literatura.” No creo que algo esencial de la gran literatura sea la irreverencia, sino precisamente todo lo contrario. Si muchas veces la gran literatura ha parecido irreverente es porque ha optado en primer lugar por reverenciar algo –un ideal, una realidad- contrario a lo establecido en la sociedad. Detrás de toda irreverencia late una reverencia, una fuerte adhesión a un ideal que puede llegar a niveles de fanatismo o herejía. La irreverencia a la modernidad que Swift muestra en los viajes de Gulliver no proviene de una actitud misantrópica, sino de una reverencia al mundo clásico que había conocido en sus lecturas. La irreverencia de Sócrates no era otra cosa que el revés de su reverencia por la verdad y la virtud; porque lo entendieron así, los grandes socráticos -Platón y Aristóteles- ahondaron en esa reverencia de la verdad y nos legaron obras inmortales. Atístenes, por su parte, se quedó solo en el espíritu irreverente de Sócrates, y terminó llevando una vida de perro. La actitud de Sócrates remecía a la sociedad porque la confrontaba con un ideal de vida que los griegos habían abandonado, por eso Sócrates fue objeto de persecución. La irreverencia de Atístenes y sus seguidores, se quedó en meras formas, en actos excéntricos, por lo cual fueron objeto de burlas y desprecios, al punto de llamarlos cínicos. Los ejemplos podrían multiplicarse. La irreverencia de Chesterton es una reverencia al hombre común olvidado por la modernidad; la de Nietzsche es una reverencia a la voluntad de poder. Lutero reverenciaba mucho a Cristo, por eso fue irreverente con el Papa, cuando consideró que este se había alejado del mensaje cristiano; y muchos siglos después otro espíritu igual de reverente para con Cristo, Kierkegaard, lanzaría un feroz e irónico ataque contra los luteranos porque consideraba que habían dejado de ser cristianos. En todos ellos encontramos la misma actitud, una irreverencia producto de un espíritu profundamente reverente. Por eso también los escritos de los autores irreverentes resultas una provocación, cada palabra, cada frase irónica, cada ejemplo burlesco, es una afrenta en la que se nos confronta con un valor con el que no comulgamos. En la actualidad muchas veces a lo que llamamos irreverencia no es otra cosa que un cinismo como el de Atístenes, sarcasmo demoledor al que le falta un ideal como propuesta. Llamamos muchas veces irreverente a un conductor de televisión o radial porque realiza bromas de mal gusto por teléfono para divertimento de un auditorio embobado. O llamamos irreverente a una birria de escritora que por toda novela presenta un panfleto en el que cuenta sus intimidades para diversión de unos lectores coprófagos. Mucha de esta gente pasa por profunda, cuando lo que pasa es que no tienen fondo. El problema con los irreverentes de hoy en día es que son demasiado reverenciados. No conocen el vilipendio social como Sócrates; sino la fama mediática del saltimbanqui de turno.
2 thoughts on “Sobre la irreverencia”
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Hoy día, muchas veces, se festeja la falsa irreverencia de la que hablas. Es una suerte de celebración de lo «pseudo-revolucionario» por el solo hecho de serlo.
Lamentablemente la irreverencia de los grandes hombres como Platón, Swift, a quienes mencionas, hoy no son noticia ni ejemplo.
Muy atinada tu reflexión sobre esa frase de Eco
Felicitaciones por este enfoque de la irreverencia que hoy en dia no es sino un «estilo para lograr algo» … tan venido a menos por quienes resultan irreverentes sin saber siquiera que es ser o no ser… adelante Carloncho uno siempre aprende algo cuando se lee…