Hace más de 100 años, en 1905, nació Emmanuel Mounier, figura principal del movimiento personalista francés. Sus 45 años de existencia pasaron en medio de una época turbulenta: la primera guerra mundial (1914-1919), la revolución rusa (1917), el crack de Wall Street (1929), el surgimiento de los sistemas totalitarios, la guerra civil española (1936-1939) y, la segunda guerra mundial. Todos estos cambios dramáticos que se experimentaron a comienzos del siglo pasado, hicieron exclamar a otro filósofo francés –el personalista Gabriel Marcel- que el hombre estaba en agonía y que vivía en un mundo quebrado. Y es ante este mundo quebrado que Mounier y otros pensadores propugnaron el personalismo.
Como explicar el mismo Mounier, el personalismo surge de la crisis del 29. De la certeza de que esta crisis no es únicamente ni económica ni tampoco exclusivamente espiritual. “El mal era a la vez económico y moral, (…) estaba en las estructuras y en los corazones”; por ende la superación de la crisis pasaba por una revolución económica y espiritual. El personalismo pretendía ser esta revolución que, aunando el pensamiento a la acción, colocase a la persona como centro de la vida y reflexión personal y social. Era un comprometerse con el desarrollo del universo personal.
Mounier concebía este compromiso como irrenunciable, estar en el mundo es estar ya ante las exigencias del compromiso; y quien no siembra, desparrama. “Por eso la abstención es ilusoria (…) y el que no ‘Hace política’ hace pasivamente la política establecida.” Siendo consecuente con esta forma de pensar, abandonará la cátedra filosófica para fundar y dirigir la revista Esprit. Desde ella lanzaría su propuesta del personalismo.
Para Mounier, “la persona no es un objeto; más aún, ella es lo que en cada hombre no puede ser tratado como objeto.” Imposible de definir, la persona se manifiesta fundamentalmente en la relación con el otro, en el acto comunicativo. La experiencia personal fundamental no es el YO egolátrico (tan de modo en los libros de autoayuda), sino el olvido de sí evangélico. “La persona solo se desarrolla purificándose incesantemente del individuo que hay en ella. No lo logra a fuerza de volcar la atención sobre sí, sino por el contrario tornándose disponible y, por ello, más transparente para sí misma y para los demás.”
El individuo está centrado en la autoafirmación del yo, el otro aparece como un no-yo, como un obstáculo para el propio crecimiento y por ende como infierno. La mirada del otro no es un ámbito lúdico de encuentro, sino una barrera que me limita y roba mi libertad. De allí que para el individualismo «la comunicación quede bloqueada por la necesidad de poseer y someter», solo son posibles las relaciones mercantiles y de poder. Sin embargo, la persona está volcada al otro. «El primer movimiento que revela a un ser humano en la primera infancia es un movimiento hacia el otro», ya sea ese otro el mundo y otras personas. Por eso las otras personas no son un límite, sino ámbitos de encuentro donde ambos son y se desarrollan. «Ella no existe sino hacia los otros, no se conoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros».
El yo se constituye en la relación con el otro, y cuando esa relación se corrompe, la persona se aliena. El homo oeconomicus es un ser alienado, producto de haber reducido la relación a la mera búsqueda del mayor beneficio, olvidándose del carácter donal de la relación, del amor entre las personas. «Estas verdades son el personalismo mismos» de allí que el personalismo sea por esencia comunitario, al punto de que hablar de personalismo comunitario constituye un pleonasmo. La persona es comunitaria, pues solo ella es capaz de actos de apertura al otro como:
Salir de sí, hacerse disponible al otro desprendiéndose de actitudes egocéntricas, narcisistas e individualistas. Es capaz de acallar el amor propio para dar cabida al amor del otro. El amor materno es quizá el ejemplo paradigmático, pero es el único. Todo amor es un salir de sí para acoger al otro.
Además, la persona es capaz de comprender, de ponerse en el lugar del otro, de ver por un momento con sus ojos, abrazándo «su singularidad con mi singularidad, en un acto de acogimiento y un esfuerzo de concentración»; por tomar sobre sí su realidad personal, asumiendo la alegría, la pena y el universo personal del otro.
Solamente cuando nos abrimos a la dimensión personal del otro, cuando el otro deja de ser una abstracción: un liberal, un judio, un católico, un protestante, un blanco, un chino,… y aparece ante nosotros como una persona, es cuando nos podemos dar al otro en actos de generosidad y gratuidad. Es un darse que trasciende el merco cálculo y «anula la soledad del sujeto, aun cuando no reciba respuesta». No se habla de dar algo material, sino del darse uno a través de la promesa, del perdón, y demás realidades que fundan un nosotros, que no se agota en la presentividad sino que está abierto a futuro, que son realidades que exigen ser continuadas y por ende exigen fidelidad creadora. «Esta no es un despliegue, una repetición uniforme como los de la materia o la generalidad lógica, sino un continuo resurgir».
Sin embargo, estos actos originales no siempre encuentran en la actualidad condiciones para darse a plenitud, y son reemplazados por caricaturas de ellos o por actos que tiendan al individualismo, al cerrazón comunicativo que Marcel llamaba «mundo quebrado» ¿Quién no ha sentido, al ir a una institución pública, la sensación de no ser atendido por personas sino por entes sin corazón? Pero esto no sucede solamente en el sector público. ¿Los sistemas de atención al cliente, con sus señoritas de melodiosa voz y frases corteses, no son muchas veces la caricaturización del tipo de relación de la que venimos hablando? Y esto último es tan incomunicación como lo primero, aunque se le disfrace de lo contrario.
No se trata solamente de que las personas tiendan al individualismo, sino que las mismas estructuras la empujan a esa soledad. «Las estructuras de nuestra vida social inficcionan aún nuestra imagen de la persona; solo otras estructuras nos permitirán eliminar sus residuos de individualismo», y también de ese igualitarismo abstractivo propio de la modernidad que supone que todos los hombres son iguales, cuando «por definición, la persona es lo que no puede ser repetido dos veces».
A fin de este rescate de la persona, Mounier aspiraba a una organización personalista, en donde «hay responsabilidad en todas partes, creación en todas partes, colaboración en todo: no hay gentes pagadas para pensar y otras para ejecutar, y las más favorecidas para no hacer nada. Pero esta organización no excluye la verdadera autoridad, es decir, el orden a la vez jerárquico y viviente en que el mando nace del mérito personal, sino que es sobre todo una vocación de suscitar personalidades, y aportar a su titular, no un suplemento de honores o de riquezas, o de aislamiento, sino un cúmulo de responsabilidades».
Me parecio muy interesante el apunte, ne senti totalmente identificado. Estoy interesado en mas informacion sobre Personalismo Comunitario. Los felicito por el diario, esta muy bien logrado. Saludos